Perritos calientes durmiendo en tu conciencia
jueves, 29 enero 2009Defrauda hasta hacer incomprensible el por qué tu imaginería lo asocia a momentos de placer, momentos de placer que tienen otros como tú descritos con esa palabra tópica, casi imposible de evitar y que detesto, por pura repetición, por simple falta de originalidad, y que es el adjetivo cinematográfica* vinculado al sustantivo imagen. Son placeres que no existen. Los hemos recreado, porque los nacidos en el siglo XX únicamente hemos ensoñado y no percibido a Marylin, a Marlboro y su jinete, a los Cadillacs y, más modernamente, a De Niro, Scorsese y Woody Allen. Mal, está mal dicho: hemos imaginado a Marilyn, el Marlboro y los Cadillacs como una ensoñación y hemos sentido – sentido – que el alma se nos arrugaba y se hacía una pelota que destilaba emociones sustitutivas de la realidad, una pura orgía, con De Niro, Scorsese y Allen. Y el matiz residen en que sólo tenemos cuarenta, aunque no hayamos vendido una escoba. Es imposible que ellos – allá – sientan la mismas cosas que nosotros por un Cadillac o por todo lo demás: aquí, siempre han sido inalcanzables. Allí, eran un símbolo. Monroe para nosotros era papel couché, una novela; allá una aspiración, la proclamación de la posibilidad de un sueño. El tabaco americano era acudir a otra realidad, a una pose; allá una marca, un estilo de vida.
Seguramente siempre han sido estados de ánimo, sólo que dos estados de ánimo diferentes. Por eso no te sabe a nada el perrito caliente, porque sólo repites un gesto que en tus neuronas son fotogramas y porque ellos repiten un gesto que en su memoria son las diferentes intensidades lumínicas de los días de verano o invierno haciendo el gesto de recoger un hot-dog, las compañías con las que se desenvuelve la servilleta que lo contiene y se sienta uno a comer, incluso ese parque en el que se hace, proque ellos han retenido algo en las neuronas que insisten en recordar lo que decían sus papilas gustativas. Porque, al final, es como querer tocar y cantar blues en Murcia, que es tan marciano como un japonés que baila flamenco aunque lo baile perfecto. Su perfecto sólo es una copia. Pollito de California** es bueno porque es gracioso, pero no es bueno porque toque una guitarra española casi como un español que la toque, que una cosa es aporrear y otra tocar, sino porque ha mutado en algo que no es ese tocar andaluz que seguramente le dejó tan ensoñando como dejaban las faldas de la Sra. Monroe volando en un afiche a los que querían ser Aute componiendo al este del edén. Ese algo que es la fascinación, el misterio que suponen las palabras que no tienen traducción, los gestos y el conocimiento innato de los ritos.
Mira, lo dicen aquí dos chicos de Mollerusa: que si hubieran nacido en Sillicon Valley o serían millonarios o tendrían todo el dinero del mundo para inventar sus juegos. Pero han inventado, han inventado desde casa, y sin embargo añoran, añoran acercarse al Olimpo. No, acercarse no, ser cómo. Sentir, que puede ser pura imaginación, que a tu alrededor el mundo se trastoca, cambia, que lo cambias, que haces otro nuevo y que esa pulsión es la que te rodea por doquier, que es la mirada de Jobs en tu cogote diciendo que el futuro no se predice, se inventa.
*(Los que dicen que la gente no habla en cursiva, se olvidan de que tampoco hablan en times, verdana o helvética. Y que no estamos hablando, caray, estamos escribiendo)
**( No le han visto nunca? Memorable: traducir sobre la marcha el cante jondo al inglés y que se entienda y que sea un espectáculo, que se convierta en un americano riéndose de un americano que quiere cantar en español, con su acento de croqueta caliente en la boca y que, al tiempo, el cante jondo resulte risible en sus tópicos, requiere talento. Yo se lo concedo.)